viernes, 13 de enero de 2012

Hernan Lauracio Ticona - Pueblo Aymara






































CONTENIDO

   A modo de introducción
   1.      Surgimiento, auge, decadencia y persistencia del pueblo aimara
   2.      Territorio y territorialidad aimara
   3.      Población aimara según los censos nacionales
   4.      El glotónimo aimara
   5.      La lengua aimara o el jaqi aru
   6.      A modo de reflexiones finales: gestión del Estado y la diversidad cultural.
Bibliografía

 A modo de introducción

Los Pueblos indígenas u originarios son aquellas poblaciones “cuyas condiciones sociales, culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial”, y  aquellas que  son  consideradas indígenas “por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas” (Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en países independientes–OIT. 1989. Articulo 1)

Desde las últimas décadas del siglo pasado en los países Ecuador, Bolivia y Perú se desplegaron acontecimientos muy singulares impulsados en su mayoría por los pueblos indígenas u originarios. Quienes motivados por los cambios acelerados y fenómenos globales realizan grandes concentraciones y movilizaciones permanentes. Las ideas y los discursos que les unifica es fundamentalmente “la defensa de la vida” (humana y natural, incluido de la pachamama), el respeto de los derechos individuales y colectivos (al territorio, a la identidad étnica, educación pertinente, acceso a los servicios, entre otros); pero, también están presente los cuestionamientos a las tradicionales formas de organización, funcionamiento y legitimidad de los Estados nacionales; organizaciones política-jurídicas instaurados o constituidos según las visiones, expectativas e intereses de los grupos gestores (gobernantes de siempre).
“Un nuevo mundo es posible”, es factible cambiar esa asimetría social perpetua y construir una nueva historia de la humanidad. Hoy la palabra y la voz de los históricamente oprimidos, marginados y discriminados son escuchadas en todas las partes de la tierra, como la resonancia del trueno o el silbido del viento huracanado; sus planteamientos se vienen constituyendo en una alternativa para el mundo. Ya que, la idea y la praxis del “desarrollo-modernidad” cada vez más ensombrece la imaginación de los hombres y produce el detrimento de su conciencia y su modo de vida social; la facultad de decidir y hacerse sujeto racional parece cada vez alejarse; es notorio el declive de la sociedad hacia un franco proceso de evolución anti-natura (en su dimensión material e inmaterial); en efecto, el futuro de las personas se vislumbra algo impredecible, incierta, in-esperanzadora, desasosiego, ilusorio...
En estas circunstancias, le toca al pueblo aimara, igualmente a los otros pueblos que cultivan el humanitarismo, comunitarismo, naturalismo y otras cualidades orientadas al “buen estar y estar bien”, asumir el papel de defensores o guardianes de la “vida” (en todo sentido) en nuestro planeta y reencaminar hacia el “Buen vivir”. Desde su cosmovisión, historia, cultura, lengua y otras potencialidades puede seguir planteando alternativas y propuestas que ayuden a construir una nueva sociedad; Estados modernos donde la equidad, la igualdad, la democracia y la justicia social sean prácticas reales y no simples discursos líricos de los gobernantes; y además, la biodiversidad y la diversidad humana sean sus rostros de siempre.
Para ese cometido, es necesario que los miembros de los pueblos milenarios tomemos conciencia de nuestro pasado histórico y nuestra realidad actual, para así asumir y encarar los retos locales y globales. Con ese propósito, en el presente trabajo se trata sucintamente sobre algunas características del pueblo aimara a fin de alimentar, motivar y contribuir a las reflexiones permanentes sobre nuestros pueblos indígenas originarios.

1. Surgimiento, auge, decadencia y persistencia del pueblo aimara.
El origen del hoy denominado pueblo aimara, según algunos historiadores, se remonta al periodo de las civilizaciones que precedieron a la sociedad y cultura Tiwanaku[1]. Como se sabe éste se desarrolló básicamente en la extensa geografía altiplánica y extendieron sus dominios físico-territoriales a 600.000 km² aproximadamente; cuya capital o centro de civilización fue el actual complejo arqueológico de Tiahuanaco, conocido también como Taypi qala, ubicado a 20 Km. al sureste del lago Titicaca, correspondiente al departamento de La Paz – Bolivia. En cuanto a su antigüedad una de las fechas más aceptadas por la comunidad académica es de que emergería hace 2000 años antes de Cristo y su caída se daría aproximadamente alrededor del 1200 después de Cristo. Aunque, la teoría de la “Atlántida en los andes”, que en los últimos años cobra fuerza, pone en cuestión dichas dataciones; ya que, la hipótesis que se sostiene es de que Tiwanaku pudo haber sido una de las ciudades de la Atlántida[2] descrito por el filósofo ateniense Platón.
Los cronistas y estudiosos contemporáneos señalan que luego del decaimiento de la civilización tiahuanacota surgieron diversas etnias o señoríos (comunidades locales cuyos pobladores son unidas por lazos históricos, culturales, lingüísticas, religiosas, territoriales); entre otros se registran los siguientes: K’ana (o Qana), Qunti (Conde), Qulla (Colla), Qullawaya (Callahuaya), Qaruma (Caruma), Ch’umphiwillka (Chumbivilca), Sura, Ayawiri, Lliphi (o Lipi), Muju, Chuwi; Q’ara q’ara (o Karakara), Qanchi, Karanka, Charka, Chipcha (o Chicha), Larilari, Lupaka (o Lupi jaqi), Umasuyu, Pakaje (o Paka jaqi) y Killaka; además, algunos mención que los Uru, Chipaya y Pukina, fueron etnias (más que simples lenguas habladas) que precedieron a los señoríos señalados (en la actualidad es posible constatar a comunidades originarias que se autodefinen como Uro-Chipaya).
Los mencionados señoríos se fueron extendiendo por los andes ampliando cada vez su radio de influencia; no respondían a un poder político unitario y concentrado, cada Ayllu (sus equivalentes castellanos serían: comunidad, linaje, genealogía, casta, o parentesco) se constituía en una estructura política autónoma pero al mismo tiempo articuladas configurando un sistema complejo; lo que explicaría posteriormente las alianza de complementariedad y los permanentes conflictos suscitados entre ellos (Garci Diez [1597] 1949; Bertonio [1612] 1984; Cieza de León [1553] 1947).
En pleno florecimiento de los ayllus pos-tiahuanacota aflora y crece raudamente la expansión incaica (aproximadamente alrededor de 1400 después de Cristo) cuyo núcleo de irradiación era el Qusqu (Cusco). Poco tiempo después, los indicados linajes étnicos pasaron a formar parte de la gran confederación del Tawantinsuyo (o Tawa inti suyu), unos por medio de alianzas y otros por la fuerza de los expansionistas. Durante este periodo, se les atribuyó una única identidad nominándolas como Qullasuyu (o Collasuyo; que proviene de la conjunción de dos palabras aimaras: Qullana y Suyu, cuyos equivalentes en castellano serían: divino o eterno y sector o región, respectivamente); nombre que posiblemente sintetiza y explica la historia y origen de aquellos ayllus que algunas vez constituyeron el milenario Tiwanaku. El Qullana suyu fue el mayor y más austral de los suyos del Tawantinsuyu, el mayor de sus territorios; se extendía al sur del Cusco (Perú) hasta las riberas del río Maule (al sur de la actual Santiago de Chile) y desde las costas del Pacífico hasta los llanos (de Santiago del Estero, en la actual Argentina). El centro neurálgico de este gran Suyu estaba situado en el altiplano, en torno al Titiqaqa quta (o Lago Titicaca), y era una de las regiones más densamente pobladas de los andes desde tiempos del Tiahuanaco.
Durante el liderazgo del Inca Atahualpa arribaron los migrantes europeos (en 1532)  encabezados por Francisco Pizarro. Desde ese año comienza el decaimiento de las etnias que conformaban el Qullana suyu; y más tarde serían rebautizados con el nombre <Aymara> o <Aymaray>, quedando de esa manera re-conocidas e identificadas como una sola etnia. Durante la colonia, debido a los atropellos que ejercían los invasores[3], los pre-aimaras poco a poco se fueron retirando de las zonas costeras, cejas de selva y de los valles para concentrarse en las zonas cordilleranas y altiplánicas; áreas donde se compenetraron lingüística y étnicamente que luego concluiría con una aimarización de los pobladores y de sus territorios, y de ese modo resistirían a los avasalladores.
Después de la ruptura entre la corona española y los virreinatos del “Nuevo Mundo” (recordemos que la última guerra de independencia fue batalla de Ayacucho en 9 de diciembre de 1824) todos los territorios habitados por los aimaras estaban en el seno del territorio peruano. Pero un año después, líderes de la región del Alto Perú, motivados por intereses personales y el centralismo limeño, deciden que esta ex-audiencia se convierta en la nueva república de Bolivia (en 1825). De esa manera, el lago Titicaca y los aimaras fueron separados en dos partes perteneciendo cada uno a diferentes países. Años más tarde estalla la guerra del Pacífico (1879) que enfrentó Chile contra Perú y Bolivia.
La historia relata que las batallas decisivas de esa guerra estuvieron geográficamente enmarcadas en los antiguos territorios de los Qullana; eso deja deducir la alta cuota de sangre aimara derramada en la guerra. Chile ganó esa guerra y con eso conquistó importantes territorios salitrero/cupríferos de Bolivia y Perú que mayoritariamente eran poblados por los aimaras. De esta manera intereses ajenos fueron los que los separaron a los aimaras en los senos de tres repúblicas diferentes. Por ello, hoy en el imaginario político de sus descendientes se habla de una ´nación aimara’, por encima de las fronteras territoriales de los tres países, y cuya unidad reposa precisamente en la práctica de la cultura y uso de la lengua común llamada aimara (constituyéndose en una cultura y lengua transnacional).
2. Territorio y territorialidad aimara.
Al final del acápite anterior se puntualizó que las guerras independistas y republicanistas de Perú, Bolivia y Chile, principalmente, ocasionaron una brusca separación y fragmentación de los pobladores aimaras. Este acontecimiento implicó también la división de su legendario territorio ancestral en tres partes claramente demarcadas.
Sin embargo, para los aimaras el territorio es mucho más que aquella “tierra que pertenece a alguien” (terra torium), una porción de superficie terrestre donde vive una población o un espacio geográfico calificado por una pertenencia jurídica (Estado nación); es más bien concebido como un utjawi - qamawi – jakawi (espacio físico e imaginario donde se cultiva la vida) previamente existente e históricamente construido - territorialidad[4] y son áreas (ayllu – marka – suyu) que constituyen su hábitat o el ámbito tradicional de sus relaciones sociales y sus actividades sagradas o espirituales, sociales, económicas políticas, culturales y otros quehaceres individuales y colectivos.
Los aimaras tienen un arraigo con su territorio que va más allá de la concepción material de las cosas, por ello que está ligado a la propia vida. Los principios que rigen su vida colectiva están basados en el pensamiento cosmogónico; y la interdependencia de las entidades (por decir, la relación entre el hombre y la Pachamama) es inherente a todos los seres animados e inanimados. Los seres míticos (como el sol, la luna, los cerros, las rocas, los ríos, los parajes…) que forman parte del territorio encarnan la multitud de fuerzas benéficas o maléficas; todas ellas imponen pautas de comportamiento que deben ser rígidamente cumplidas por todos los Jaqinaka[5] (hombres) y, por ello que son respetadas, veneradas y protegidas.
Actualmente, el territorio de los aimaras (entendido en el lenguaje castellano) comprende principalmente el área altiplánica, algunos bolsones de valles interandinos, cejas de la selva y franjas costeras. El altiplano comprende la zona que se ubica por sobre los 3.800 m.s.n.m., es dominada por extensas planicies y altas cumbres de la cordillera de los andes; posee paisajes de gran belleza natural dentro de los que destacan inmensas pampas secas (en época de sequedad) y verdosas (en época de lluviosas), bojedales, lagos, salares, etc.
El altiplano es además, aún todavía, un espacio cargado de fuertes representaciones simbólicas y mitológicas. Según la cosmovisión aimara, en las altas cumbres residen los Achachila (ancianos sagrados – seres tutelares y divinos); en los parajes poco accesibles están los anchanchu (seres divinos de la oscuridad y malignos), en todo micro espacio siempre existen los uywiri (seres míticos protectores de las personas y otros animales) y las wak’as (seres sagrados criadores de la vida), igualmente están los jintili y otras deidades.
La fauna característica del altiplano, pese a actos desprovistos de los habitantes, son la presencia de llamas, alpacas, vicuñas, zorros, el zorrino…; aves como el cóndor, la tagua gigante, el flamenco y la guallata o ganso andino y otros. La precordillera – los valles o yungas son zonas que se desprenden del altiplano, se caracterizan por el formación de valles y quebradas que en el pasado estuvieron colmadas de terrazas de cultivo, usadas para ampliar la superficie cultivable.
Como se mencionó anteriormente, en el pasado los aimaras dominaron también las zonas costeras. Seguían rutas comerciales que atravesaban el altiplano, las cabeceras de las cordilleras, los valles y el desierto, llegando finalmente a los territorios costeros, trasladando productos de un lugar a otro en caravanas de camélidos. Estos recorridos aseguraban una eficaz distribución de los diversos recursos a quienes habitaban en cada espacio ecológico.
Actualmente, una importante cantidad de miembros del pueblo aimara habitan en las ciudades costeras, como Moquegua, Tacna, Arequipa, Arica e Iquique, pero siguen subiendo a sus comunidades altiplánicas a participar de las festividades y ritos más importantes que se celebran durante el año y realizar otras actividades tradicionales.
3. Población aimara según los censos nacionales
El altiplano es hoy el asentamiento privilegiado de las comunidades originarias aimaras. Aunque, en los inicios de la confederación incaica, los pre-aimaras se encontraban extendidas desde la costa del pacífico del actual Perú, pasando por los valles interandinos de la actual Bolivia, llegando hasta los llanos del hoy país de Argentina; junto a esta expansión territorial también se propagó la lengua y cultura aimara. En nuestros días, los hablantes de la mencionada lengua indígena se concentran y resguardan mayormente en las regiones por encima de los 2800 m.s.n.m.
En el Perú, de acuerdo al censo nacional de 2007 del INEI[6], 443,248 personas afirman que el aimara es la lengua con el que aprendieron a hablar; o sea, tienen como lengua materna el idioma aimara. La mayoría de estos hablantes están concentrados en los departamentos del sur de país; en Puno 322,976 aimara parlantes que representa el 73% del total; en Tacna 45,204 hablantes constituyéndose en el 10% del total; en Arequipa 18,538 personas que representan 5% del total de aimaras; en Moquegua 16,483 persona que significa el 4% del total; y el 8% restante de aimara hablantes se encuentran dispersos en los demás departamentos del país.
En Bolivia, según el censo de 2001 del Instituto Nacional de Estadística, 1’278,627 personas se auto-identifican como indígena u originario aimara; esto significa que tales personas son también aimara hablantes. De los cuales, 1’028,105 aimaras que representa el 80%, se concentran en el departamento de La Paz; además, 94,121 personas que constituye el 7% del total, se encuentran en departamento de Oruro; en Cochabamba habitan 62,843 aimaras que representa el 5%, en Santa Cruz viven 48,071 aimaras que constituye el 4% del total, en Potosí existen 26,316 personas que se autodefinen como aimaras y que representa en 2% de total; y el 2% restante de aimaras viven en los departamentos de Chuquisa, Beni, Pando y Tarija. 
En Chile, según el censo de población de 2002 del Instituto Nacional de Estadística, 48,501 personas manifiestan su pertenencia o adscripción al pueblo indígena aimara. De los cuales, 40,934 aimaras que representa el 84%, radican una parte en Arica y Parinacota y otra parte en Iquique (Región XV y Región I respectivamente); 2,787 aimaras que constituye el 6%, viven en Santiago (Región Metropolitana); 2,563 aimaras que significa el 5% del total, viven en Antofagasta (Región II); y el 5% restante de las personas que se definen como aimaras, radican dispersos en las demás regiones del país. 
4. El glotónimo aimara.
La palabra aimara[7], en la actualidad, es el nombre con el que se designa a uno de los pueblos indígena originario de América del Sur. Por extensión, el término aimara alude a una lengua vernácula y a una cultura milenaria (la segunda lengua y cultura ancestral más importante del área andina, distribuida, como se indicó, entre los países del Perú, Bolivia y Chile). Se dice, que originariamente la palabra ‘aimara’ no hacía referencia a una lengua ni menos a un pueblo que se valía de ella para comunicarse (cf. Cerrón - Palomino 2000). Aunque, referente a su origen y significado no se ha logrado formular una teoría consensuada; muchos estudiosos trataron de dilucidar el tema acudiendo a diversas fuentes (escritos, orales, iconográficas, geográficas, y otros) y sus resultados tienen matices particulares. Dichas explicaciones, hoy pueden agruparse en dos grandes postulados: ‘autenticista y derivacionista’ (tal vez ésta categorización ocasione cuestionamientos, pero, el objetivo es presentar organizadamente los datos y facilitar el entendimiento de las teorías vigentes en torno a las raíces del aimara); la primera, aparece cada vez más relegada a falta de argumentos consistentes y convincentes, mientras que la segunda consigue mayor aceptación y posicionamiento por su rigurosidad y profundidad. Veamos resumidamente las ideas centrales de cada una de ellas.
La primera tesis es desarrollada por ciertos estudiosos aimaristas (Durand 1921, Hardman 1988, Bouysse - Cassagne 1987, Yampara 2001, Alavi, 1995, y otros); quienes a partir de someras interpretaciones semánticas y toponímicas sostienen una supuesta originalidad y autenticidad del ‘aimara’; o sea, el significado de este nombre explica el origen o procedencia del mismo. En sus escritos exponen que el étimo del nombre ‘aimara’ proviene de la palabra <ayamara> o <jayamara> cuyo significado en castellano es ‘tiempos lejanos o inmemoriales’ (jayamara es el resultado de la contracción de las raíces nominales aimaras <jaya + mara>; jaya = lejano, distante, remoto o inmemorial; mara = año, tiempo o época). A partir de esta ligera paráfrasis infieren que los aimaras ‘provienen de tiempos muy remotos’; dicho en otras palabras, el aimara es jayamara jaqi – ‘persona o gente de tiempos muy lejanos’ (nótese que esta frase se añade la palabra jaqi, su equivalente castellano sería: gente, persona o humano). Por ejemplo, en uno de sus escritos Yampara (2001: 109) afirma lo siguiente: “sabemos que [los aimaras] venimos de más allá de los tiwanakutas e inkas, aymara [sic] quiere decir que venimos del purumpacha (tiempos de la oscuridad, que está en la profundidad de la pacha). Es decir, históricamente venimos de muy lejos, de jayamara”.
Siguiendo la misma línea interpretativa, los mencionados investigadores postulan que el idioma de las personas provenientes de tiempos lejanos fue denominado: jayamara aru – ‘lengua de los tiempos remotos’ o jayamara jaqi aru – ‘lengua de los hombres de tiempos lejanos’. Luego de ciertas indagaciones, aducen que la actual aimara es miembro de la familia lingüística llamada Jaqi (Hardman 1988); ésta agrupa, además de la ya mencionada, a  las lenguas: jaqaru y kawki[8], que están directamente emparentadas. A partir de ello, deducen que el idioma aimara tiene sus raíces en la jaqi aru – ‘lengua humana’; y que algún momento de su proceso de desarrollo se desprendió y llegó a constituirse en la  jayamara jaqi aru – ‘lengua de los hombres de tiempos lejanos’.
Además, infieren que posiblemente con similares deducciones y otras informaciones lingüísticas recogidas sobre el entonces Collasuyu, Polo de Ondegardo, en 1559 denominó <aymaraes> a aquellas personas de ciertos señoríos o reinos de la región altiplánica; quienes junto a los hablantes de pukina, uru y chipaya construyeron el Tiwanaku. Concluyen que en realidad la palabra ‘aimara’ es una castellanización de jayamara aru, es un nombre castellano que alude al jaqi aru – ‘lengua humana’; este nombre con que el cronista y funcionario colonial designó a los originarios que hablaban el jaqi aru es una hetero-designación, un reconocimiento que hace que el aimara más tarde aparezca como una identidad designada.
La segunda tesis es sustentada principalmente por el lingüista Cerrón – Palomino (2000); quien luego de una rigurosa y minuciosa indagación, alega que la entidad <aimara> que hoy  conocemos es el resultado de un proceso de la asimilación del nombre dentro de la escritura castellana y de una transposición semántica del mismo término. Entre sus argumentos escribe que en los tiempos de la colonia se designó a una de las tres lenguas mayores del antiguo Perú con el nombre <aymara> o <aymará>; fue Polo de Ondegardo, en 1559 el primero en citar algunos términos atribuidos a la lengua <Aymará de los Collas>, conocida en esa época como <lengua de los Collas>, o simplemente <lengua colla>. Infiere que posiblemente la designación de <aymará>, primero fue como simple alternativa y luego como sustituto de la frase alusiva al supuesto gentilicio (collas); de manera que, con el tiempo, ya no sería necesaria la especificación referida a los ‘collas’, sino simplemente se mencionara a dicha lengua como <Aymará> a secas; esto significaría, entonces, que la entidad que conocemos ahora como aimara carecía de nombre propio.
Por otra parte, el investigador mencionado revela que el nombre aimara es el resultado de una forma regresiva a partir de <aymaray> (con acentuación llana pronunciada como [aymáray]), tal como registra el cronista Guaman Poma (1615). Este nombre hacía alusión a un grupo étnico particular, referido precisamente como <Aymaraes> por cronistas como Betanzos (1551) y Sarmiento de Gamboa (1570). Dicha etnia ocupaba el curso alto del río Pachachaca, y que luego recibió el nombre de Abancay. La designación, adaptada al castellano a partir de <aymarays>, como registró Guaman Poma, con la añadidura del plural gentilicio –s, ha quedado perennizada como el nombre de <Aymaraes> a una de las provincias del actual departamento peruano de Apurímac. En dicho proceso de adaptación, quitado el plural gentilicio, la –y final fue vocalizada como [e], deviniendo en <aymarae>, base sobre la cual podía agregarse cómodamente la marca gentilicia, obteniéndose <aimaraes>, pero induciendo, de refilón, un falso análisis en la forma de aymara–es, donde –es aparece ahora como mero alomorfo de la desinencia plural castellana. De aquí se estaba a un paso de la adaptación final: quitada dicha terminación, quedaban expeditas <aymará>, con acentuación aguda, o su variante llana <aymara>, convertidas en la forma básica del nombre. La primera opción, todavía en boga hasta mediados del siglo XX, surge de la atracción acentual que ejerce el segundo diptongo [ay] de <aymáray> para devenir en <aymaráy>, con pérdida posterior de la semiconsonante final; la segunda variante, a su turno, con modernización ortográfica en la forma de <aimara>, es la que se ha impuesto finalmente.
Luego de explicar el proceso de asimilación del nombre aimara dentro del castellano, Cerrón – Palomino alega también que el gentilicio prehispánico de los <aymaray> fue tomado por los españoles como base para la denominación de la lengua que conocemos como aimara. Señala que según las tesis del británico Markham (1871) y del suizo Tschudi (1891), la designación de aimara para referir a la lengua le fue impuesta por los misioneros aimaristas de Juli (Puno), en forma arbitraria, desde el momento en que habrían tomado el nombre de uno de los grupos de colonos prehispánicos procedentes de la <provincia de Aimaraes>, transportados allí por los incas en calidad de mitmas, y de quienes se habrían servido aquéllos en su aprendizaje del idioma; tales colonos y sus descendientes, originariamente vecinos y aliados de los quechuas de la región de Apurímac, apenas habrían cambiado su lengua quechua materna por la del aimara de su nueva residencia. De esta manera, se designaba a un idioma con un nombre desprovisto de toda motivación histórica y lingüística. En resumidas palabras anota que originariamente, el nombre aimara fue apelativo de uno de los centenares grupos étnicos (los aymaray) conquistados por los incas, y que hoy sobrevive castellanizado como Aimaraes, designando a una de las provincias del departamento de Apurímac, inmerso en territorio de habla quechua; pasó a referir por extensión, luego de la conquista española, a la lengua de sus descendientes asentados a orillas del lago Titicaca (cf. Ramos Gavilán 1621), parte de los cuales habrían sido reubicados posteriormente en la reducción de Juli (actual capital de provincia de Chucuito – Puno), concretamente en la parroquia de San Juan Bautista.
En síntesis, la descripción histórica registra que la palabra aimara es producto de la confusión que complicó a los españoles cuando trataron de comprender a esta parte del mundo y designar al conjunto de etnias existente. Se puede deducir que los antecesores de los actuales aimaras nunca supieron que se llamaban así. Los incas los llamaban “Qullana” o Collas (registrado así en castellano), hasta que en 1559 Polo de Ondegardo los denominó "aymara" a partir de la información lingüística obtenida en la región del Collao, de una pequeña colonia de mitimaes "quechuas"; pero que éstos habían incorporado el lenguaje local y que se denominaban aymaraes y provenían de una de la etnias asentadas en los valles del actual departamento de Apurimac. Así se llamó en castellano al idioma cuyo real nombre era “jaqi aru” y después le aplicaron ese nombre a quienes hablaban ese idioma, quienes se llamaban a sí mismos “jaqi”. Cabe señalar que algo similar ocurrió con el quechua, cuyo nombre real es “runa simi” y significa algo parecido jaqi aru (lengua humana).
5. La lengua aimara o el jaqi aru. 
La lengua aimara o el jaqi aru, ha concitado una serie de motivaciones y preocupaciones de diversas personalidades desde el siglo XVI y hasta nuestros días. En 1580 una célula real firmada por Felipe II ordenaba que en las universidades de Lima y México y en la ciudades donde hubiera audiencias reales (como Juli, La Paz, La Plata y otros), se establecieran cátedras de “la lengua general” de los indios (llamados así en ese entonces); asimismo se mandaba a los prelados indianos que no se ordenara sacerdotes ni se diera licencia a clérigo o religioso algún que no supiera “la lengua general” de los indios de su provincia (Thesavrvs 1962). En consecuencia, los Concilios Provinciales de Lima (1552, 1567 y 1583) determinaron la preparación, impresión y uso de los catecismos en lengua aimara a los efectos de facilitar la evangelización y la labor de los doctrineros y funcionarios de la Colonia.
La lengua aimara por primera vez fue estudiada y registrada sistemáticamente por el jesuita italiano Ludovico Bertonio a finales del siglo XVI. Él mientras se encontraba como misionero aprendió el aimara en el seminario de Lenguas de Juli (actual capital de la provincia de Chucuito del departamento de Puno); durante sus tiempos libres se consagraba en el trabajo y estudio de la lengua aimara; empezó registrando palabras y analizando sus significados, luego con esos apuntes consolidaría su obra “Vocabvlario dela lengua aymara” (en 1612); donde realiza la primera transcripción fonética del lenguaje aimara utilizando caracteres latinos; aunque hoy se puede apreciar algunas imprecisiones debido a las faltas de correspondencia fonética. Más tarde, en la década de los 60 del siglo pasado, desde una perspectiva de la lingüista moderna Hardman (1988) y otros estudiosos aimaras realizan investigaciones pormenorizadas sobre la lengua de los jaqi.
La lengua aimara se caracteriza por su complejidad lingüística y riqueza ontológica, a tal punto que Bertonio la consideraba como una lengua metafórica y muy difícil de entender — incluso llega a pensar que los aimaras utilizan ciertos artificios expresivos de manera deliberada, a fin de hacerlo ininteligible a los extraños colonizadores; y la calificaba a estas expresiones como “galas” y “afeites del bien decir” de la lengua de los aimaras. A finales del siglo pasado,  Humberto Eco (1996) en su obra “La búsqueda de la lengua perfecta”, deduce que la lengua aimara sería “lengua perfecta” dentro de las lenguas habladas por los hombres; ya que, presenta algunos rasgos de una extraordinaria flexibilidad, vitalidad para crear neologismos y expresar abstracciones, y es altamente perfeccionada. Al respecto, anota de la siguiente manera:  
[…] Debe haber un tertium comparationis que permita pasar de la expresión de una lengua A a la de una lengua B, decidiendo que ambas resultan equivalentes a una expresión metalingüística C. Pero si existiera este tertium, sería la lengua perfecta, y si no existe, queda como un simple postulado de la actividad de traducir. A menos que el tertium comparationis sea una lengua natural tan flexible y poderosa que pueda ser considerada «perfecta» entre todas. El jesuita Ludovico Bertonio publicó en 1603 un Arte de lengua aymara y en 1612 un Vocabulario de la lengua aymara […], y se dio cuenta de que era una lengua de una extraordinaria flexibilidad, dotada de una increíble vitalidad para crear neologismos, especialmente adecuada para expresar abstracciones, hasta el punto de infundir la sospecha de que se tratase del efecto de un «artificio». Dos siglos más tarde, Emeterio Villamil de Rada hablaba de ella definiéndola como una lengua adánica, expresión de «una idea anterior a la formación de la lengua», basada en «ideas necesarias e inmutables» y, por lo tanto, lengua filosófica, si es que alguna vez las hubo […] Estudios más recientes han demostrado que el aymara, más que en la lógica bivalente (verdadero/falso) en la que se basa el pensamiento occidental, se basa en una lógica trivalente y, por lo tanto, es capaz de expresar sutilezas modales que nuestras lenguas sólo consiguen a base de engorrosas perífrasis. Para acabar, hay quien propone ahora el estudio del aymara para resolver problemas de traducción por ordenador […]. El inconveniente es que «debido a su naturaleza algorítmica, la sintaxis del aymara facilita extraordinariamente la traducción de cualquier otro idioma a sus propios términos (pero no al contrario)» […]. Gracias a su perfección, el aymara podría enunciar cualquier pensamiento expresado en otras lenguas mutuamente intraducibles, pero el precio que habría que pagar sería que todo lo que la lengua perfecta resuelve en sus propios términos no podría ser de nuevo traducido a nuestras lenguas naturales.
En cuanto al parentesco lingüístico, el aimara pertenece a la familia lingüística jaqi, de la cual, como ya se anotó en el acápite anterior, existen todavía dos de sus lenguas hermanas: el Kawki y el Jaqaru, habladas al sur de Lima. Referente a las características del aimara, se puede decir que es una lengua de tipo sufijante, aglutinante y polisintético. Su etnosemantismo tiene como distintivos la fuente de datos, es decir, lo visto y no visto; ostenta un sistema cuadripersonal (naya, juma, jupa, jiwasa), en que la segunda persona tiene la mayor importancia.
La distinción de humano y no-humano es otra característica de suma importancia. El sistema verbal exige la especificidad en los enunciados de sus hablantes. La visión aimara del tiempo se caracteriza por la división en presente/pasado (visto ante los ojos) y el futuro (no visto, ya que está detrás de uno). Ello, sólo por mencionar algunas de las características lingüísticas del aimara (Hardman, 1988).
El aimara, en su nivel fonológico, cuenta con 30 fonemas, de los cuales 26 son consonánticos, 03 vocálicos y un segmento (¨) para el alargamiento vocálico. Los fonemas consonánticos a su vez se dividen en sordos y sonoros. 15 consonantes sordas (5 simples, 5 aspiradas y 5 glotalizadas) y 11 son sonoras (esta se clasifican en 3 fricativas, 3 nasales, 2 laterales, 1 vibrantes y 2 semiconsonantes). A continuación se presentan el sistema consonántico aimara.


Los fonemas vocálicos se clasifican en dos vocales altas (una anterior y otra posterior) y una vocal baja cuya ubicación es central. Lo cual se representa del siguiente modo:

El alargamiento vocálico (¨) es un fonema que se refiere a la reduplicación de vocales afines, por economía lingüística, la vocal repetida se simplifica en una vocal colocándole una diéresis (ä, ï, ü); y al pronunciar simplemente se vocaliza como se existieran dos vocales. Una vocal alargada puede cumplir distintas funciones, en ciertos casos indica tiempos verbales como el futuro (manq’ä), pasado testimonial (manq’ayäta) y el pasado no testimonial (manq’atäta); en otros casos señala la pérdida de uno o varios sonidos al final de la palabra sin que pierda su significado (khä [khaya], mä [maya], pä [paya]); además, aparece como marcador del orden en el que se sitúan las personas o cosas (mayïri, payïri, kimsïri …); pero también se presenta en la raíz de algunas palabras (chäka, Jilïri).
En el aimara no existe mayor problema en la escritura como en la pronunciación de las palabras; se lee casi tal como se escribe, excepto en los postvelares [/q/, /qh/, /q’/ y /x/] donde las vocales cerradas /i/ y /u/ se pronuncian como vocales abiertas [e, o]; esto ocurre por el condicionamiento de las consonantes postvelares y no porque las vocales sean abiertas; como en los siguientes casos: /qamaqe/, /qh0na/, /q’ellu/, /xax0/.
Además, no existen diptongos ni triptongos como ocurre en castellano o en otras lenguas, es decir, no existe la sucesión de las vocales; esto implica que no puede suceder una vocal a otra vocal diferente. Otro aspecto importante es la complejidad morfofonémica, esto es, la supresión o retención de vocales en la cadena sintáctica. En el contexto y texto oral del aimara generalmente la vocal final cae, desaparece: /nayax arumantix utamaruw jutaxa/, /khaya qullunx qamakiw jutxi/.
En las combinaciones de raíces y sufijos rigen importantes reglas morfofonémicas. Las raíces de las palabras aimaras, al igual que en otras lenguas, son  unidades mínima que semánticamente tiene significado léxico o conceptual. De acuerdo a la capacidad de ocurrir libremente en una emisión o no, las raíces son libres o ligadas, respectivamente. Las libres están formadas por la clase de los nombres (p.e. wasi/uta, urqu/qullu...), los ambivalentes (p.e. pampa/pampa, qillqa/qillqa...) y las partículas (p.e. mana/jani, ari/jisa...); las ligadas están constituidas por la clase de los verbos (p.e. taki-/kirki-, waqa-/jacha-...), estas requieren del apoyo de por lo menos un sufijo para poder aparecer en una emisión real (o tener significado real). Los sufijos son unidades mínimas gramaticales inseparables que se une a una raíz y que tiene significado gramatical y no léxica. En aimar existe un conjunto considerable de sufijos; esta se clasifican en: nominales verbales e independientes. Este conjunto de los sufijos no puede añadirse a cualquier clase de raíz. Es así, los sufijos nominales solo se puede añadir a las raíces nominales, los sufijos verbales solo se añaden a las raíces verbales, y los sufijos independientes se anexan tanto las raíces nominales como verbales.
En cuanto al aspecto sintáctico, en la lengua aimara las oraciones simples y declarativas, de acuerdo al orden favorito de los elementos composicionales, pertenecen a las lenguas del tipo SOV (sujeto – objeto – verbo). La palabra básica de toda oración aimara es el verbo; las oraciones pueden clasificarse en tres grandes tipos: (a) atendiendo a su complejidad estructural puede ser simple o compleja; (b) de acuerdo a la naturaleza del verbo empleado, será transitiva, intransitiva y copulativa; y (c) dependiendo de la actitud del hablante respecto de su enunciado, podrá ser declarativa, interrogativa e imperativa.
El vocabulario de la lengua aimara es un aspecto que requiere un tratamiento riguroso y sistemático. La diversidad de textos escritos producidos hasta el momento muestra ciertas diferencias en cuanto se refiere a la construcción gramatical; algunas veces son consecuencias del contacto de lenguas, otras veces dialectales, en ciertas ocasiones simples errores ortográficos, limitaciones en el uso de los recursos para la creación de nuevas palabras y otros aspectos. Por ello, es necesario prestar atención a las normas mínimas establecidas para seguir enriqueciendo el corpus lingüístico del aimara.
Finalmente, en nuestro país el Perú, actualmente se hablan aproximadamente 42 lenguas originarias y más el castellano; esta última se constituye en la lengua oficial del país, aunque se dice que “en las zonas donde predominen, también son [oficiales] el quechua y el aimara y las demás lenguas aborígenes, según Ley” (CPE. Tìtulo II. Capitulo I; Art. 48). Como es de conocimiento, la lengua al igual que otras originarias provienen de una tradición eminentemente oral. De ahí que, en el presente, este idioma sigue mayoritariamente practicada a nivel oral. Si bien, hasta ahora la aimara es aún  marginada y relegada, es una tarea imprescindible y necesaria contribuir a elevar su status social mediante la producción y uso habitual de texto escritos por cada uno de los aimara hablantes en los diversos espacios de interacción social y educativo.
6. A modo de reflexiones finales: gestión del Estado y la diversidad cultural.
Los acontecimientos históricos y los sucesos actuales de nuestro país y de algunos países Latinoamericanos, nos demuestran los fracasos dramáticos de los modelos de gestión del Estado, enmarcados dentro de las perspectivas asimilacionista, integracionista, asistencialista o desarrollista. Estos modelos de gestión generaron y generan graves tensiones y alteraciones socioculturales, socioeconómicas, sociopolíticas y religiosas principalmente en las poblaciones originarias. Porque, se realiza una exagerada importación de propuestas (y teorías) y una débil recreación de los conocimientos y prácticas propias.
En estos modelos, la participación de la sociedad fue y es ignorada, hoy cede todavía ante los paternalismos gubernamentales y ante el asistencialismo de los organismos no gubernamentales. En el proceso de gestión del Estado no se toman en cuenta o solo se consideran elementos y nociones superficiales de la rica diversidad cultural, biológica, geográfica y otras particularidades existente nuestros países de América Latina; tal vez por la falta de capacidades de reconocimiento y valoración de dicha realidad, por parte de los actores y operadores del Estado; y por los complejos procesos recreación y creación cultural.
Las dimensiones históricas, culturales, lingüísticas, espirituales y otros componentes sociales no están exentas de los procesos de gestión, más aún cuando se trata del Estado. Ya que toda institución política - jurídica tiene como fundamento y la razón de su organización es el “desarrollo” de la sociedad. Aunque, por un factor inevitable las dimensiones señaladas siguen siendo ignorados y reemplazados por la preeminencia del discurso economista y tecno-cientista. Pero, innegablemente la diversidad, fundamentalmente la cultural, abre las puertas a aquellos modelos de gestión que fracasaron por extrapolaciones sin cultura o por aplicaciones sin historia (Frazer 1999).
Hoy, por ejemplo las expresiones culturales de los pueblos originarios empiezan a ser reconocidas como grandes potencialidades. En estas circunstancias,  comienzan a redefinirse el papel de los Estados de una manera activa, variada y compleja gracias entre otros motivos, a las propias transformaciones de la teoría política que progresivamente  se desprende de su asimilación inoportuna y trata de asociarse con las humanidades y las bellas artes. La cultura no es un paquete de conocimientos a la que se puede acceder o un bien que se puede adquirirlo; sino es una dimensión que influye en todo proceso de la vida de los individuos, en el fortalecimiento de las instituciones sociales, en el tejido y el  capital social, y en la participación ciudadana.
Está claro que ya no estamos en las épocas en que la cultura de los pueblos originarios era considerada como un “retroceso de la humanidad”, una cuestión arcaica, o un factor complementario y perfectamente secundario del proceso de desarrollo de la sociedad y de la gestión del Estado. Entre esas épocas y las actuales han sucedido transformaciones que descentran el entendimiento de cultura, y por lo tanto, redefinen la naturaleza de sus relaciones con la gestión y el desarrollo. El surgimiento de la sociedad del conocimiento, la expansión de los medios de comunicación social, el fortalecimiento de la tecnología - global y con una infraestructura de producción y de consumo inimaginables en el pasado-, así como la importancia de una política de reconocimiento y la aparición de importantes movimientos socioculturales le han dado otro peso y otra significación a la presencia de la cultura en el proceso de gestión del Estado. Los nuevos modelos de gestión (tanto gubernamentales como no gubernamentales) tienen múltiples razones y posibilidades de articulación con la cultura. Una de las razones de fondo es el problema de las identidades culturales, los movimientos socioculturales –étnicos, raciales, regionales, de género- reivindican el derecho a su propia memoria y a la construcción de su propia imagen (Barbero 1999).
Resumiendo lo apuntado podemos anotar que la reivindicación y la reconfiguración de las culturas tradicionales (hoy llamadas también indígenas, originarias, indígenas, campesinas, negras...) se constituyen en “filtros” que impiden a que la gestión del Estado sean un simple trasplante puramente mecánico de experiencias y conocimientos de otras culturas; las culturas locales son el potencial que representa la diversidad humana no sólo por la alteridad que ellas constituyen sino por su capacidad de aportar elementos de distanciamiento y crítica de la pretendida universalidad deshistorizada del progreso y de la homogenización que impone la modernización (Rist 1999). Para concluir cabe indicar que en las reflexiones teóricas posteriores debemos seguir profundizando en los vínculos existentes entre la cultura - gestión – desarrollo – globalización/ modernidad.
Por otra parte, debemos entender que la construcción y reconstrucción del Estado, y la gestión del mismo con calidad y equidad implican un gran esfuerzo. Ese esfuerzo asume enormes proporciones en nuestro país y los países de América Latina, que necesitan multiplicar, de modo urgente, sus conocimientos científicos y tecnológicos para que puedan participar activamente y beneficiarse equitativamente de la transformación política y económica sin precedentes en el mundo contemporáneo.
Por consiguiente, los gobernantes, los funcionarios y los actores sociales tenemos un gran desafío por delante. En ese sentido, el curso que tome la historia de la gestión del Estado al encaminarse el presente milenio depende, en parte, de nuestras capacidades para enfrentar este desafío con responsabilidad – respetuosidad ciudadana y espíritu democrático.
Por ello, una de las exigencias es superar la praxis tradicionales, “los prejuicios académicos y las teorías prefijadas” desde la concepción del racionalismo cartesiano. Para construir un nuevo Estado con identidad /identidades es necesario que demos alas a nuestra creatividad, liberados de prejuicios, teorías prefijadas y otros dogmatismos, pero comprometidos con principios éticos y morales de validez general, para escribir juntos, de manera participativa, un nuevo capítulo, un capítulo superador, de la historia de la administración del Estado, en función de las necesidades concretas de nuestras sociedades; y que sea capaz de reconocer y articular la diversidad y mantener la unidad de la sociedad.  

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[1] La cultura Tiwanaku, es una de las culturas preincaicas que ha dejado impresionantes vestigios arqueológicos a lo largo del territorio altiplánico. El primer estudioso en llegar a la fortaleza central de Tiwanaku y hacer una descripción detallada fue el cronista y científico jesuita Pedro Cieza de León en el siglo XVI. Posteriormente, llega Bernabé Cobo en el siglo XVII, y durante el siglo XX se intensifica las investigaciones entre los destacados se nombra a Federico Max Uhle, Arthur Posnansky, Alan Kolata, entre otros.
[2] El investigador británico Jim Allen (1998), estudia el altiplano a partir de las premisas descritas por Platón sobre la Atlántida. Su hallazgo en la zona fue cerros rodeados de canales concéntricos, ruinas de edificios megalíticos, piedras multicolores y la presencia del misterioso metal “oricalco”. Estos y otros descubrimientos fundamentan la veracidad de su desafiante hipótesis que ubica la mítica civilización perdida en el occidente de los pilares de Hércules. Platón describe que la Atlántida se ubicaban en “una planicie rodeada de montañas y situada por encima del nivel del mar”; lo que coincide con la geografía de este enclave sudamericano. Asimismo, Platón se refirió a la capital del continente atlante, que ubicó en una isla volcánica denominada también Atlántida. Según Allen, tal circunstancia resolvería el enigma de la repentina desaparición de la mítica civilización, ya que –explica– lo que se hundió no fue el continente, sino la isla-capital; él sostiene que la ciudad principal de la Atlántida se encontraba en la zona hoy llamada Pampa Aullagas (departamento de Oruro - Bolivia), cerca del lago Poopó, en pleno altiplano; y es el único lugar del mundo que coincide con la descripción geográfica de Platón; en la actualidad la zona aún mantiene anillos concéntricos de tierra y formaciones de canales como los descritos por el filósofo griego; “hoy, gracias a las fotografías satelitales de Internet y a varias expediciones, hemos podido confirmar que esta fue la ubicación original de la Atlántida”, dice Allen.
[3] “Entraban los españoles en los poblados y no dejaban niños ni viejos ni mujeres preñadas que no desbarrigaran e hicieran pedazos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría un indio por medio o le cortaba la cabeza de un tajo. Arrancaban a las criaturitas del pecho de sus madres y las lanzaban contra las piedras. A los hombres les cortaban las manos. A otros los amarraban con paja seca y los quemaban vivos. Y les clavaban una estaca en la boca para que no se oyeran los gritos. Para mantener a los perros amaestrados en matar, traían muchos indios en cadenas y los mordían y los destrozaban y tenían carnicería pública de carne humana… Yo soy testigo de todo esto y de otras maneras de crueldad nunca vistas ni oídas” (escrito por dominico Fray Bartolomé de Las Casas, en su obra “Brevísima Relación de la Destrucción de Las Indias”. Sevilla: 1552)

[4] En una perspectiva de corte postmoderno, se señala que la territorialidad no es solamente una cuestión de apropiación de un espacio territorial por un Estado o por cualquier grupo de poder, sino también es la construcción de un sentido de pertenencia a un territorio a través de un proceso de identificación y de representación, bien sea colectivo o individual, que muchas veces desconoce las fronteras políticas o administrativas clásicas.
[5] Jaqi es un concepto complejo; por ello, se ha visto por conveniente al final del trabajo presentar una representación gráfica de las implicancias del mismo en términos epistemológicos, y una breve definición conceptual.
[6] Instituto Nacional de Estadística e Información; Censos Nacionales 2007: XI de población y VI de vivienda.
[7] En los diferentes textos puede apreciarse que la palabra <aimara> otras veces se escribe como: <aymara o <aymará> (aquí, nótese la acentuación del  último vocal). Al respecto es necesario precisar que, considerando las reglas ortográficas, se ha convenido (aunque no necesariamente es aceptada por todos los académicos) que la primera forma <aimara> sea admitida en la escritura castellana, mientras que la segunda forma <aymara> sea aceptada en la escritura aimara (para algunos aimaristas “escribir <aymara>, con <y> y no con <i>, parece haberse convertido en símbolo de reivindicación idiomática”); ahora, la tercera forma <aymará (o que podría aparecer como <aimará>) posiblemente sea un calco fonético castellano. Ahora, en el presente caso se utiliza la forma <aimara> cuando se trata de escritura castellana, y la forma <aymara>cuando se trata de la escritura aimara.
[8] Es oportuno señalar que la cifra de los parlantes de estas dos lenguas es variada; se registra de setecientos a dos mil hablantes del jaqaru; y, de tres a veinte hablantes de kawki, todos ya ancianos (al momento de la redacción del presente informe, se rastreo sobre vitalidad de los últimos hablantes y no se consiguió indicios, pero tampoco hubo rastros de sus fallecimientos; que significaría la total extinción del kawki) asentados en los pueblos de Tupe, Aiza, Colca y Cachuy de la jurisdicción de la provincia de Yauyos del departamento Lima.